jueves, 26 de julio de 2007

Porque todo lo que acontece sucede por alguna razón...

Podía parecer una adolescente empezando a enfrentarse a un mundo de adultos. Acababa de terminar sus estudios y tocaba trabajar tres largos meses gratuitamente en una empresa, haciendo prácticas. Pero no lo era, no era una adolescente. Ella ya era adulta. Sabía lo que le esperaba, llevaba moviéndose en ese mundo algunos años. Desde muy joven empezó a llevar una vida adulta. Estudiaba y trabajaba, arrimaba el hombro en casa, hacía lo que podía. Quizá fuera la mezcla de su adelantada madurez y su costumbre de codearse con gente mayor que ella, la que hiciera que sus ojos delataran una edad que no tenía.
Habían sido unos tiempos duros… se habían dado una serie de hechos que marcaron aquella época como el comienzo de un largo descenso hacia ningún lugar, hacia lo más profundo del abismo. Hechos que indirectamente le obligaron a recluirse en sí misma y esperar, aletargada, esperar a que se produjera una chispa de corriente que iluminara aquél oscuro foso. En eso estaba, esperando… Mientras esperaba, su cabeza se llenaba de preguntas que nunca antes se había hecho. Tenía tanto tiempo para pensar, tanto tiempo de soledad consigo misma, que pensaba en cosas que no se había planteado antes de ese momento. Era un mar de interrogantes, de dudas, de inquietudes… necesitaba SABER.
Se adentró en otros mundos, tomando como guía de viaje la lectura. Leía, leía… todo lo que caía en sus manos. Vagaba por los pasillos de las secciones de librería de los centros comerciales… ojeaba, unos y otros, hasta encontrar lo que quería leer. No fijaba su atención en un solo tema, o en un solo estilo… tocaba cuantos palos le apetecía… ella elegía. O eso creía hasta aquél día de mayo.

Llevaba ya más de un mes trabajando en la empresa que le habían adjudicado para llevar a cabo sus prácticas. Estaba en pleno centro de la ciudad y eso le encantaba. Podía caminar cada día para ir y volver del trabajo por aquellas calles que tanto le fascinaban. Aquella ciudad y su centro histórico le encantaban, era un regalo para sus sentidos. A veces se sorprendía encontrando algún rincón que nunca antes había visto, a pesar de haber pasado mil y una vez por delante de él, o se paraba a escuchar a los guías camuflada entre los turistas esperando descubrir cosas de la historia de aquellas calles que ignoraba. Se paraba en las caras de la gente, que iban y venían… algunos con prisas, los que iban al trabajo, como ella, o volvían a casa después de la dura jornada laboral. Otros, turistas, fotografiando cada rincón de la que sentía su ciudad, a pesar de no serlo, observando maravillados las calles empedradas, los soportales, las plazas, la catedral… Cada día era tan distinto, y a la vez tan igual…

Era monótona, su vida aquél tiempo lo era. Tomaba un autobús que le llevara a la ciudad, cargada con su libro de turno siempre en la mano… caminaba por la Calle Mayor en dirección a su trabajo y una vez allí, la monotonía, el silencio, la soledad, y más tiempo para pensar. Trabajaba en prácticas, por lo que no tenía tareas adjudicadas… la mayor parte del tiempo debía pasarla observando cómo otros trabajaban, y eso la sumía de nuevo en sus pensamientos… más preguntas, más dudas… más necesidad de SABER.

Creo que fue la primera vez que sintió el vacío. Sentía que moría en vida, sentía que al pasar por la calle la gente no la veía, sentía que era una extraña en un mundo que no era el suyo, sentía que estaba sola en definitiva. Las ideas que había tenido o que le habían impuesto desde pequeña se caían por su propio peso y empezó a descubrir que todo lo que le habían contado era mentira. Su mundo se derrumbaba y necesitaba una explicación.

Aquel medio día de mayo salió agotada de tanto “hacer nada” en el trabajo… tenía prisa por llegar a comer y echarse un rato antes de volver a encaminar sus pasos hacia la oficina. Cruzó la calle y caminó hasta cruzarse con la Plaza. Pasó bajo los soportales y comenzó su ruta por la Calle Mayor. No miraba los escaparates de las tiendas, no le gustaba… prefería entretenerse en buscar las miradas de otras gentes, en imaginar cómo serían sus vidas, si acaso serían como la suya. A veces creía que si, que todos estábamos solos, perdidos, siempre esperando al fondo del abismo a que llegara una mano y tirara de nosotros. Otras veces pensaba que no, que sólo era ella la incomprendida.

Sumida en sus pensamientos vio que llegaba al final de la Calle Mayor, dispuesta a cruzar hacia la Plaza de la catedral, cuando de repente algo la hizo fijar su vista en un escaparate. Era la librería más antigua de la zona, situada en una de las esquinas de la Calle Mayor con la Plaza. Había pasado por delante millones de veces en su vida, y en las últimas semanas cuatro veces diarias… pero nunca antes se había parado a mirar su escaparate. Esta vez sí. Paró en seco en la puerta y entró. Sus manos empezaron a dar vueltas a uno de esos expositores giratorios que nos colocan estratégicamente a la altura de la caja donde nos van a cobrar, y chocaron con un libro. Su aspecto hacía intuir que trataría de algo técnico, que no sería una novela como acostumbraba a leer últimamente. Parecía uno de aquellos molestos libros que se empeñaba en hacerla leer su profesor de filosofía en el instituto. Iba a dejarlo en su sitio… pero lo giró y leyó la sinopsis:

“Pedro y Elizabeth no se conocían y nada indicaba que hubiera entre ellos la menor afinidad, salvo que la infelicidad de ambos los había llevado a ponerse en manos del mismo psiquiatra. El doctor Weiss supo intuir que Pedro y Elizabeth estaban ligados indisolublemente. Fueron necesarias muchas sesiones de terapia bajo hipnosis y el entusiasmo de un médico capaz de transgredir el marco de la ciencia al uso, para que ambos recuperaran la memoria de anteriores reencarnaciones y descubrieran los lazos que los unían más allá del tiempo.
Brian Weiss es autor de grandes éxitos como Muchas vidas, muchos maestros y A través del tiempo”

Fue extraño… en aquél momento no le apetecía leer historias de amor, pues le provocaban nostalgia y bajaban sus ánimos. Pero un impulso interior le decía que debía llevarse ese libro y leerlo. No lo pensó… también creo que ese fue el primer día en que decidió hacer las cosas según las pensaba, dejarse llevar por su intuición, aunque aún quedaba mucho que correr hasta llegar a día de hoy y a su manera de actuar. Metió su mano en el bolsillo y sacó las monedas que tenía… no era buena época. En casa no sobraba el dinero y ella había tenido que dejar su trabajo remunerado para entregarse de lleno a su trabajo no remunerado en prácticas. Mil pesetas. No había más. Y tenía que guardar doscientas para el autobús de vuelta a casa… ochocientas pesetas era todo cuanto disponía. Iba a dejarlo de nuevo en su sitio cuando la librera reparó en ella y la dijo:
- Ese libro está muy bien… no se vende mucho, pero te aseguro que yo lo he leído y merece la pena. ¿Te lo llevas?

Hizo una mueca, negando… pero entonces las palabras le salieron solas.
- ¿Cuánto cuesta?
- Setecientas noventa y cinco pesetas.

Sin dar su consentimiento la librera metió el libro en una bolsa y se lo entregó. Pagó y se fue, con la sensación de haber hecho algo en contra de su voluntad. Pero no por la librera, sino todo en sí: reparar en la librería, pararse en seco en la puerta, entrar, coger ese libro y llevárselo. No había puesto voluntad en ninguno de aquellos actos, en cambio los había hecho.

Llegó a casa, comió… y en lugar de echarse un rato comenzó a leer aquel libro que ya empezaba a parecerle enigmático. No pudo parar.

Tras leerlo supo por qué lo había comprado. No había sido ella quien había elegido al libro, sino el libro a ella. Desde la tienda le hizo una seña y la obligó a entrar y a cogerle, a leerle. Era él quien le enseñaría que había gente que se hacía las mismas preguntas que ella, y que había respuestas. No sabía si eran las respuestas únicas y verdaderas, pero al menos le enseñaron que sus pensamientos no eran tan raros como le parecían.

La lectura de aquél libro le abrió los ojos a nuevos pensamientos, a nuevos conocimientos, y a nuevas inquietudes… pero le dio paz y le enseñó que no debía quedarse sentada al fondo del abismo esperando una mano, una chispa de luz que llenara su oscuridad, sino que debía dar una patada al fondo y coger impulso para subir y ver la luz desde arriba. Era ella quien debía actuar y no los demás. Esperar no era la salida. Y le enseñó que no estaba sola, que había miles y miles de personas que pensaban como ella, que sentían como ella… que al fin y al cabo estamos hechos de la misma materia.

Desde entonces ve la vida de otra manera y mira más allá de lo visible para ver lo invisible a los ojos humanos, pero no a los del alma. Y el tiempo le demostró que a veces hay magia y los que una vez se conocieron vuelven a hacerlo con el tiempo, una y otra vez, como en una espiral de humo que gira y gira y no se acaba.

Cogió fuerza, dio la patada y salió del abismo, y hoy sigue fuera, negándose a volver a entrar pero sin miedo de hacerlo. Sabe que al llegar al fondo tocará suelo y volverá a levantarse.

El libro fue una de las chispas que iluminó su oscuridad y la guió hasta llegar a lo que hoy es. Él la encontró porque tenía que encontrarla… porque todo lo que acontece sucede por alguna razón.

Aun hoy, cada vez que pasa por la puerta de aquella librería recuerda aquél día de mayo en que empezó a ver la luz.