martes, 1 de abril de 2008

¿Sueño? o...

Crucé aquél muro de adobe escarbando la tierra. Era tan alto que no era capaz de saltarlo, así que ahondé en el suelo usando mis manos y todo lo que encontré que pudiera servirme para cavar un hoyo lo suficientemente grande como para atravesarlo.

Estuve a punto de rendirme. Mis fuerzas flaquearon cuando me vi empapada en sudor y muerta de frío. Pero una voz interior no dejó que me diera por vencida. Fue él, estoy segura... y tal vez mi yo del otro lado, deseando mostrarme mi pasado... y mi futuro.

Cavé y cavé, y no me rendí. La tierra cedía ante la insistencia de mis manos, abriéndo el paso para mostrarme el camino. Cuando el hoyo fue lo suficientemente grande gateé por él hasta cruzar al otro lado del muro. No sabía qué era lo que iba a encontrar, pero no tuve miedo. Reconocí ese lugar como mío, a pesar de no haber estado allí nunca. Un llano se abrió ante mí, verde, limpio, rodeado de bosque. Al fondo unas viejas casas y cerca de ellas, algunas personas mirándome de forma tranquila, sin extrañeza.

Me levanté del suelo y sacudí mis ropas. Ya no eran las mismas. Una vieja falda de tela oscura y una blusa de lino gastada por el tiempo era todo lo que vestía; iba descalza. Llevaba el pelo suelto, ondulado y largo, de un rubio un tanto rojizo. Reconocí mis ojos y mi piel, siempre tan blanca. Era distinta, pero era yo.

Caminé hacia las casas, decidida, como si conociera el camino. La gente me saludaba al pasar por su lado, incluso me sonreían cariñosamente... me conocían y yo, extrañamente, sentía que también les conocía a ellos.

No sabía hacia dónde iba, pero seguí a mis pies y a mi corazón, que sí debían conocer el camino. Llegué a la puerta de una casa. Era una puerta pequeña, de una hoja, curvada en la parte superior, formando un arco. No llamé, sino que entré con toda naturalidad, como si fuera mi casa...

Nada más cruzar el umbral un niño pequeño, de unos cinco años, corrió hacia mí. Era rubio y pecoso... me recordó a alguien, me resultó familiar. El niño llegó hasta la puerta y me abrazó por la cintura, y yo... yo sonreí y le acaricié el pelo. Era mi hijo... Entonces fui consciente de dónde estaba... Recorrí con la vista el lugar donde me encontraba. Las paredes eran blancas, encaladas, un tanto sucias por el humo del hogar que ardía en un rincón. Sobre el fuego un caldero humeando... olía bien, muy bien. Cerca de allí había una basta mesa de madera y cuatro sillas, y detrás una cuna... Desde donde estaba no podía ver si dentro había un bebe, pero lo supe. Era una niña. El niño me soltó y corrió a jugar a algún rincón... creo recordar que allí, con él, jugaba otro pequeño.

Entonces me giré hacia la izquierda, y allí estaba él. Me observaba serio desde un rincón. Había dejado de hacer algo y me miraba. Sus ojos eran oscuros y profundos, tan aparentemente serios que a penas dejaban ver la sonrisa que brotaba de ellos. Sólo otra mirada llena de complicidad sería capaz de leerlos y saber que además de sonrisas, aquellos ojos emanaban amor. Y esa otra mirada era la mía. Sentí cómo mi cuerpo se veía atraído hacia el suyo... mi corazón tiraba de mí. Me acerqué, muy despacio, observando cada rasgo... su pelo ensortijado, su tez morena, lo anguloso de su cara, sus fuertes brazos, su pecho... No dejó de mirarme a los ojos un solo instante. Su respiración se agitó suavemente cuando estábamos más próximos y al llegar a él se incorporó un poco más. Nos mirábamos, reconociéndonos, sin hablar.

De nuevo oí aquella voz interior: “estás aquí”. Era su voz, que se mezcló con la mía en mi cabeza. Estaba allí. Llevó su mano a mi cara y la acarició, rozó mis labios con la yema de sus dedos... temblé. Y entonces me besó, tan suave y delicadamente que aquel beso me pareció una caricia al corazón. En ese instante lo entendí todo, y mis ojos se llenaron de lágrimas. “No llores... te esperaré”. Cerré los ojos y respiré profundamente, tan cerca de él que absorbí su olor. “Tienes que irte...”. No podía moverme pero sabía que aquél ya no era mi lugar y tampoco mi tiempo... tenía que volver. Clavé mis ojos en los suyos por última vez y sé que, aun sin pronunciar palabras, me escuchó...”te buscaré...te encontraré... te esperaré... no me olvides”. Sonrió, volvió a besarme y me giré hacia la puerta. Oí un pequeño llanto que venía de la cuna y vi a los dos niños mirarme y sonreír. Les devolví la sonrisa mientras en mi mente resonaban palabras...”volveré... volveremos a estar juntos...lo se”.

Crucé la puerta y la cerré tras de mí. Al principio sentí vacío. Lloré. Lloré primero amargamente. Era injusto haberlos sentido para luego tener que dejarlos allí. Pero después lloré de alegría... eran mi vida, mi pasado, mi futuro. Salí de allí segura de que algún día, en algún tiempo, volveríamos a encontrarnos.

Cuando regresé, un pensamiento quedó fijo en mi cabeza. Cogí mi cuaderno y le escribí: "Viajé en el tiempo, buscándote, buscándome, buscando mi lugar… Espérame, porque te seguiré buscando allá donde estés.”

Un ratito más

Enredada en el calor de las sábanas, envuelta en oscuridad... Cada mañana el despertador me saca de mi letargo... un ratito más. Y me doy media vuelta y me acurruco, intento alargar el momento... sólo un ratito más, por favor. Y el despertador vuelve a sonar y yo... un ratito más.

No es pereza, es sólo que necesito alargar los momentos agradables, como cada despertar del día nuevo. Me paso la vida pidiendo un ratito más.

Un ratito más en la ducha, un ratito más paseando al sol, un ratito más para correr bajo la lluvia, un ratito más en aquella cama, un ratito más de aquél concierto, un ratito más de mil risas, un ratito más para charlar, un ratito más de ese abrazo, un ratito más de silencio, un ratito más en la playa, un ratito más en el mar, un ratito más de su vida, un ratito más de una mano en la mía, un ratito más de tus letras, un ratito más de cada persona, un ratito más de mi misma...

Dame un ratito más, por favor.