lunes, 10 de diciembre de 2007

Ella... el faro de los perdidos.

Aquella noche desperté sobresaltada y envuelta en sudor. Una presión sobre el pecho me dificultaba respirar y algo en mi cabeza daba vueltas sin cesar impidiéndome conciliar de nuevo el sueño.

Cogí mi abrigo y mi bufanda dispuesta a salir a tomar el aire; me abrigué cuanto pude y empujé la pesada puerta hacia la calle. Inmediatamente me envolvió una oscuridad tremenda tan solo aliviada por una tenue luz que procedía de detrás de la montaña. Hacía frío y el silencio era inmenso, tan inmenso que inundaba mis oídos nublándome incluso el entendimiento. No sabía lo que hacía, como autómata comencé a ascender por la ladera entre álamos y helechos. Sentí la humedad colarse en mis huesos, pero nada me detuvo. Subí montaña arriba siguiendo aquél reflejo; me sentía perdida pero aquella luz parecía guiar mis pasos hacia algún tipo de consuelo. Conforme me acercaba a la cima noté cómo mi caminar era más ligero, cómo la oscuridad ya no se cernía sobre mí y se abría ante mis ojos un rayo de esperanza.

Allí estaba ella, faro en la noche de los perdidos. Me pregunté cuántas veces le había mirado, cuántas le había preguntado qué había en su cara oculta, cuántas veces le había gritado, cuántas rogado y suplicado que me hiciera una señal para no sentirme tan a la deriva.