lunes, 7 de abril de 2008

Julian, el pastor.

El domingo fui con mi familia al pueblo de mis tíos. Se trata de un pueblecito pequeño perdido en mitad de la Alcarria, digamos que entre Imon, Jadraque y Sigüenza. Uno de esos lugares en los que los vecinos que viven allí durante la mayor parte del año no suman el medio centenar. Cinco o seis calles mal asfaltadas, casas viejas, puertas abiertas y un solo bar que sólo abre los fines de semana y en verano. Un lugar donde hace un par de domingos se celebró la primera boda religiosa desde hacía más de veinte años y por eso fue todo un acontecimiento. Un lugar donde los pocos niños que hay aún juegan en la calle durante todo el día sin preocupaciones, como lo hacía yo hace ya dos décadas y como ya no se ve en ningún sitio. Un lugar donde todos se conocen. Un lugar en donde puedes andar por mitad de la carretera durante kilómetros sin ver pasar un solo coche. Un lugar en el que, si cierras los ojos e ignoras los tractores y las mulillas mecánicas, puedes sentirte como transportado en el tiempo cuarenta años atrás.
Siempre me gustó ese pueblo y sus moreras. Siempre me gustó su silencio y lo acogedor de su gente. Recuerdo haber pasado allí un par de semanas cuando era pequeña, con mis primos. Ya entonces me llamó la atención aquél hombre al que sólo veía alguna noche de tarde en tarde. He vuelto al pueblo muchas veces, a pasar el día con la familia, y alguna vez he vuelto a verle, pero muy pocas veces.
Julián es pastor. Tendrá unos cincuenta años pero parece que tuviera diez más. De hecho yo siempre le recuerdo viejo, siempre tan curtido por el sol. Heredó el oficio de su padre y es lo único que ha hecho toda su vida, cuidar de sus ovejas. Salía de casa de buena mañana y regresaba de noche. Pasaba el día en el campo con el ganado, arreglando las naves donde guardaba sus ovejas... siempre trabajando de sol a sol. Un trabajo duro si, pero estaba siempre feliz. En casa esperándole su mujer y sus hijos, cuando volvía siempre era fiesta.
Hace unos años a la gente aún le parecía raro que conservara un trabajo así. Todo el mundo trabaja en fábricas, oficinas, etc... pero el ser pastor lo veían como algo del pasado. El no. ¿Para qué cambiar de oficio si así era feliz? No tenía un jefe que le exigiera, sus obligaciones se las imponía él y sus ovejas, no tenía un horario al que someterse, y disponía de mucho tiempo para hacer cosas que le gustaban, como leer durante horas en mitad de un llano, tumbado bajo la sombra de las moreras. Y además, económicamente no le iba mal. Los meses fuertes cubrían los flojos, pero balance siempre positivo, muy positivo.
Ayer le vi a medio día, en el único bar del pueblo, tomándose un vermouth rojo con mi tío. Cuando nos vio llegar nos reconoció, a pesar de habernos visto contadas veces. Julián siempre tan cercano, como si te conociera de toda la vida. Nos extrañó verle allí a esas horas, porque normalmente los domingos aprovechaba que tenía por allí a sus hijos mayores echándole una mano con el ganado. Pero allí estaba, en el bar, tranquilamente.

- ¡¡Hombre Julián!! Qué raro tu por aquí...¿hoy te han dado el día libre las ovejas?
- Uy... pero si ya no las tengo – lo dijo cargado de tristeza.
- ¡¡No me digas!! ¿Qué ha pasado?
- Las he vendido todas.

Casi se le saltaban las lágrimas. Nos contó que las había vendido hacía unos meses. Le pregunté si es que el negocio iba mal, pero negó con la cabeza.

- O las vendía, o la mujer se separaba – dijo medio en serio, medio en guasa.

Mari estaba cansada de sus ausencias y le había pedido mil veces que dejara el campo y las ovejas, pero él siempre se negaba y alegaba que eran su vida, que era lo único que había hecho desde niño y que así era feliz, le gustaba su forma de vida. Pero reconoció que en los últimos tiempos el trabajo se había multiplicado. Los chicos habían acabado sus estudios y se habían marchado a vivir fuera y ahora no tenía su ayuda. Se había juntado con casi dos mil cabezas de ganado y él solo no podía si no era echando muchas, muchas horas.

- Yo no quería, pero Mari insistía... y una mañana llegó un tío con un todo terreno y se paró a hablar conmigo en mitad del campo. Me dijo que compraba ovejas, que si le vendía alguna y a qué precio. Y bromeando le dije que todas y le dije un precio que en realidad era el doble de lo que valían. Las echó un vistazo y se sacó un fajo de billetes del bolsillo y me lo dio como señal. ¡¡Me cago en la ostia, qué cabreo me pillé!! No conté ni el dinero. Lo eché en la mochila y me fui a casa deseando no haberle dicho que vendía todas. Cuando llegué la Mari me preguntó cómo había ido el día, como siempre... y le dije que había vendido las ovejas. No me creyó, así que le dije que mirara en mi mochila. Debía haber mas de nueve mil euros sólo de señal. Entonces me creyó. Se las vendí todas, hice muy buena venta la verdad. Y ahora pues estoy trabajando en una empresa... pero no es lo mismo, a mi no me gusta. Cualquier día compro ovejas...
Le miraba a los ojos mientras nos lo contaba y eran todo tristeza. Todos le decían que ahora estaba mucho mejor, que trabajaba 8 horas y a casa, que libraba sábados y domingos, que tenía un sueldo fijo... todo ventajas. Pero él seguía echando de menos su trabajo, ser pastor. Le entendí. Ahora le absorberá la rutina, el estrés, la vida moderna... con lo a gusto que estaba él con sus ovejas, en aquél pueblo perdido en la Alcarria, viviendo en paz.