martes, 18 de diciembre de 2007

( I )

A penas había recorrido un par de kilómetros desde que dejó el cruce en Avilés, cuando llegó al pueblo. No había estado allí nunca pero el amigo que le había prestado la casa le había indicado el camino perfectamente. “En el cruce coges la carretera que sale a tu izquierda, la recorres en paralelo a la ría y cuando el asfalto se vuelve pedregal encontrarás una senda que sube hacia la pequeña aldea. Solamente hay dos calles. La casa está en la calle que queda pegada al barranco. Sabrás cual es porque es la mas antigua de todas y por su gran portón de madera”.



Miguel subió con el coche por aquellos caminos estrechos hasta llegar a la casa que sería su lugar de descanso durante unos días. La noche ya había caído y la suave lluvia que le recibía amenazaba con tornarse aguacero. Cogió su maleta y sacó de sus bolsillos la llave del portón. Una vuelta, dos… y la puerta se abrió dejando escapar una bocanada de vacío y humedad que le llenó los pulmones de soledad. Buscó la luz a tientas palpando la pared, pero su mano tropezó torpemente con un cuadro que cayó al suelo de inmediato. El ruido de los cristales ahuyentó al silencio y aceleró su corazón. Por fin encontró el llavín y la estancia se iluminó.

Un viejo sillón, una alfombra roída, muebles oscuros llenos de polvo, una vieja radio colgada en la pared… Desde donde estaba podía ver tres puertas más que daban a aquel pequeño cuarto. Se dirigió a una de ellas y encontró un reducido aseo, suficiente para él. Al lado encontró una pequeñísima cocina con viejos cacharros y un fogón, y en la tercera puerta la que iba a ser su habitación: un camastro, una mesilla, un armario y una silla. Aquello era todo lo que había en la casa.

Abrió las ventanas buscando oír el mar. Lo dejó entrar e invadir cada rincón del que iba a ser su hogar. Desde su cuarto podía verlo, eso le había dicho su amigo, pero la noche cerrada aún no le dejaba disfrutar de tan bello paisaje. Se resignó, deshizo la maleta y encendió el fuego. Sentado en el viejo sillón al calor de una manta se durmió. Esa fue su primera noche en algún lugar recóndito de Asturias.

A la mañana siguiente el alba le despertó. Abrió los ojos lentamente, adaptándose a la luz, intentando familiarizarse con aquel lugar tan desconocido para él y como una visión volvió a verla a ella, sentada a su lado. Sacudió la cabeza como si así pudiera quitarla de su mente y la imagen desapareció. Alicia lo había dejado hacía meses pero él no superaba su ausencia. Desde entonces vagaba por la vida, mendigaba el aliento que lo mantenía vivo, había perdido toda esperanza de ser feliz. Pensaba que sin ella no podía seguir viviendo. Esa era la razón de su escapada, necesitaba buscarse a si mismo y encontrase, necesitaba hallar un rayo de esperanza que le ayudara a continuar su camino.

Recordó entonces que desde la ventana podía ver el mar. El sol ya despuntaba y seguro que le ofrecería un paisaje inigualable. Así era. Delante de él un barranco impresionantemente verde seguido de unas pequeñas dunas y detrás, una playita salvaje que acababa a los pies de grandes riscos de piedra oscura. Aquello era un paraíso, vaya si lo era. Quiso salir de inmediato a la calle; nada quedaba de las lluvias que en la noche lo recibieron y el sol prometía un buen día, pero al salir hacia la puerta el ruido de cristales le frenó...

NdA: foto real del lugar; camino que lleva a la aldea. Mayo de 2007.