viernes, 22 de febrero de 2008

Cosas bonitas

- ¿Por qué dices eso?
- Porque es cierto.
- No lo es. ¿Cómo puedes decir que nunca has vivido algo bonito?
- Pues porque nunca lo he vivido.
- Qué mala memoria tienes...
- Si tú lo dices.
- Claro que lo digo yo.
- Ya habló la lista.
- No, la lista eres tú, que te acuerdas de lo que quieres. Memoria selectiva se llama.

“Hacía frío aquella tarde. Era invierno y Madrid se había vestido de ceniza y luz para recibirnos. Paseamos por sus calles, tranquilos, despiertos... atentos a cada movimiento del otro. A veces sentíamos frío y casi sin querer nos acercábamos más. Hablamos, reímos, callamos... La noche nos fue envolviendo y el silencio se hizo un tanto incómodo en aquel banco donde nos sentamos a descansar. A nuestro lado unos novios se besaban. Los observé de reojo, deseando ser ella... y después te miré. Tú, esquivo, bajaste la mirada y balbuceaste un par de palabras en un intento absurdo de romper el silencio. Días después me confesaste que también deseabas besarme, pero en aquél momento te faltó valor.

El frío de aquella tarde gris de invierno no daba tregua, y pronto buscamos cobijo en un bar. Cenamos, uno frente al otro, con las manos sobre la mesa, siempre cerca, muy cerca. Nos buscábamos los ojos... y después, como si las miradas quemaran, bajábamos la vista hacia el vaso de vino, intentando ahogar en él la nube de pensamientos y sensaciones que nos invadían. Entonces llegaba de nuevo el silencio, que en realidad lo decía todo.

Al salir del bar pusiste tu mano en mi cintura, y no quise que la apartaras nunca. Pero lo hiciste. Caminamos de nuevo juntos, muy cerca, camino de la boca del metro. Te reías de mis ocurrencias y yo disfrutaba con ello. Siempre me gustó especialmente la cara que ponías cuando sonreías, la forma en que se ensanchaba tu mirada.

Había sido una noche casi perfecta... o tal vez fue perfecta del todo. Sería por eso que cuando el vagón comenzó el camino de vuelta a casa yo me quedé muda. A pesar de que el metro iba casi vacío, nos quedamos de pie, junto a la puerta. Apoyé mi cabeza en el cristal y cerré los ojos... me daba miedo mirarte. Me preguntaste si estaba bien y te dije que sí, que sólo un poco cansada. Pero en realidad estaba luchando conmigo misma. Deseaba con todas mis fuerzas que aquél vagón se parara y con él, el tiempo. Deseé que alguna fuerza extraña lo hiciera parar, frenar en seco y que la inercia me llevara a tus brazos. Deseé que me miraras... y lo hiciste, pero yo no me atrevía a comprobarlo... De nuevo, días después, me confesaste que tú también quisiste parar el tiempo, que yo te mirara... me dijiste que en aquellos momentos buscaste mis ojos para leerlos y que no los encontraste.

El trayecto se hizo eterno, igual que el tiempo que estuvimos en mi coche, con la calefacción a tope para deshelar las lunas, que empañadas y llenas de escarcha nos protegían de las miradas ajenas. También ahí quise besarte y no lo hice. Estabas nervioso, lo noté, pero no supe interpretar que tus nervios eran porque tú deseabas lo mismo que yo.

Al final nos besamos, en las mejillas... dos besos de despedida, como otro día cualquiera. Pero no había sido una noche cualquiera. Me contaste después que aquella noche a penas pudiste dormir, que soñaste despierto con las horas que pasaste conmigo, imaginando que habíamos paseado de la mano, que sí me habías besado en el parque, en el metro, en el coche... Yo sí que dormí. Al llegar a casa también recordé cada momento y de la misma forma que tu imaginé cómo hubiera sido si en lugar de ser dos amigos paseando hubiéramos sido algo más. Y tomé la decisión de decirte al día siguiente todo lo que había sentido.

Lo hice, te conté todo esto que cuento ahora, con tantísimo miedo en el cuerpo que temblaba, pero tú no lo viste porque no estábamos cara a cara. Mi miedo se convirtió en deseo y urgencia cuando me dijiste que tú habías sentido lo mismo y quise salir corriendo a buscarte para darte lo que no te había dado la noche anterior. Pero tuve que esperar dos noches más para tener tus labios, dos noches más para tocarte y sentirte, para olerte, para tenerte. Dos noches que se esfumaron cuando abriste la puerta aquella mañana y por primera vez nos besamos, sin decir nada. Dos noches más para sentir tu mano sobre la mía, para tener tus ojos muy cerca... tan cerca que vi lo que había dentro sin temer lo que vendría después. Dos noches más para acabar en tu cama enredada entre tus sábanas y tu piel.

Muchas más noches hicieron falta después para olvidarte. Pero en ninguna de ellas pude perder el recuerdo de aquellas dos citas.”


- Tienes razón... sí que he vivido cosas bonitas.