
…
- ¿y qué pasó?
- Pues que me dio la espalda y caminó hacia la puerta.
- ¿Se fue? ¿y no dijo nada?
- Nada.
- ¿y qué hiciste?
- Ir tras él... pero me cerró la puerta en las narices.
- Vaya...
- Si, cerró y me quedé con la madera a un palmo de la cara.
- ¿Y no echaste la puerta abajo? Yo lo hubiera hecho...
- No, ¿para qué? Hubiera sido un destrozo... toqué con los nudillos, despacio, le hablé intentando dialogar... y nada.
- ¿Nada?
- Ni una palabra... después me alteré un poco y golpeé la puerta con los puños cerrados... y grité...
- Y entonces dijo algo…
- No, nada.
- Vaya... qué impotencia, ¿no?
- Pues si...
- ¿Y no te dio ninguna explicación?
- No, ninguna. Así que me fui, sin más. ¿Qué podía hacer si no?
- Uff, no lo sé… nada, supongo.
- Eso es, yo no puedo hacer nada, tengo las manos atadas. ¿Y sabes qué es lo que más me duele?
- ¿El qué?
- Su aparente indiferencia… hubiera preferido discutirlo, pero que se fuera así, sin más, como si no le importara…
- No pienses eso mujer… le importará.
- Ya… En fin, eso fue todo.
Y cada vez que pasea evita pisar su calle, pero los pasos, traicioneros, la llevan a su puerta.
Y veces mira hacia su ventana y ve luz encendida, y entonces siente el impulso de llamar… y a veces lo hace, tan suave tan suave que nadie la oye. Ni tan si quiera él.