jueves, 11 de octubre de 2007

El abuelo

Salió de casa como de costumbre. Desde que se jubiló tenía por norma pasear y en las mañanas soleadas de invierno. Iba al parque, charlaba con otros abuelos, incluso a veces se llevaba a su pequeño nieto para jugar con él y disfrutarlo.
Pero aquella mañana iba solo. Hacía meses que su hija le ponía excusas para que no se llevara al pequeño y él no lo entendía. Le echaba de menos.
Caminaba lento, con pasos cortos marcados por el sonido de su también viejo garrote. La huella de los años era ya imborrable. Hacía frío aquella mañana y se abrochó bien la pelliza, como él llamaba a aquella desgastada chaqueta de piel. Su gorra de cuadros siempre ladeada, cubriendo sus blancos y escasos cabellos.
Tomó la misma ruta que siempre. Caminó calle abajo hasta la esquina, cruzó el semáforo hacia la gran avenida donde a veces descansaba en algún banco al sol. Después quiso ir a casa de su hija para ver a Bruno, su nieto, y llevarlo al parque con él. Hacía una mañana espléndida y a pesar del frío de enero, el sol era cálido. Pero a mitad de camino pensó que se había perdido. Aquella calle no era la misma por donde paseaba todos los días, ni los comercios, ni los bares… “Debo haberme confundido de calle”, pensó. Dio la vuelta para deshacer sus pasos pero no encontró el camino por donde había llegado. Dio vueltas buscando la gran avenida pero cada vez estaba más desorientado.
De pronto le pareció ver a alguien que le resultaba familiar, conocido. Caminaba en su dirección un hombre joven, de unos 20 años. Al llegar a su altura el abuelo levantó los brazos en señal de asombro. ¡¡No lo podía creer!! Era su primo Paco, el mismo que en su juventud vino a Madrid desde el pueblo en busca de un futuro más próspero. Cuántas aventuras habían vivido juntos. Quiso abrazarlo pero Paco se apartó confuso. No le reconocía y le hablaba de usted. “Oiga señor, yo no soy Paco, déjeme en paz” y siguió con paso acelerado hasta desaparecer por una boca de metro. El abuelo se quedó helado, no podía creer que Paco, su primo del alma, no le hubiera reconocido. Habían pasado años sí, muchos años, pero no podía haberle olvidado así. Triste y cabizbajo el abuelo recordó que justo antes de que Paco apareciera, él se dirigía a algún sitio. Miró calle arriba y recordó que había salido de casa para buscar a Irene, su novia. Aquella muchachita de cabellos rojos y ojos verdes le traía loco. Cortó unas flores de una jardinera y encaminó hacia su casa, recordaba perfectamente el camino. Estaba nervioso, quería tanto verla que le temblaba el pulso. Llegó a la verja del portal de Irene y se dispuso a esperar mientras se atusaba el pelo y sacudía las pelusas de la pelliza.
De pronto escuchó que alguien bajaba las escaleras y estaba a punto de salir del portal. Irene, tenía que ser ella, su amor. Dibujó la mejor de sus sonrisas mientras miraba ilusionado la puerta. Pero no fue Irene quien apareció, aunque se le parecía. Una mujer en torno a los 40 años salió a su encuentro. Le miraba sorprendida y pensó que quizá sería por las flores… o que quizá era la madre de Irene a la que, tenía entendido, no le gustaba que rondaran a su hija. La mujer se dirigió directamente a él y le besó dulcemente en la mejilla preguntándole qué hacía allí. Llevaba de la mano un niño, de unos 3 años que le sonreía y le agarraba el pantalón. Se extrañó. Era la primera vez que veía a esas personas y en cambio ellos le trataban como si le conocieran de toda la vida.
- Disculpe señora. Estoy esperando a alguien, a Irene. ¿Sabe usted si está en casa?
María le miró sorprendida. Luego sus ojos se llenaron de incredulidad para vaciarse después y dejar hueco a la tristeza.
- Papá… mamá murió hace ya dos años.
El abuelo la miró fijamente y después soltó una sonora carcajada.
- Señora, me ha debido usted confundir. Yo estoy esperando a Irene, una muchacha de ojos verdes y pelo rojizo, preciosa. Es mi novia y vengo a invitarla al cine.
A María se le inundaron los ojos mientras Bruno miraba con curiosidad a su abuelo. Se llenó de angustia e impotencia, de rabia y dolor… cómo explicarle a su padre que ya no tenía 20 años, que ella era su hija y aquél pequeño su nieto… cómo explicarle que Irene había muerto hacía dos años, cómo explicarle que Paco no era Paco, cómo explicarle que su realidad era una ficción, un recuerdo en su memoria.
Y cómo mirar a los ojos del abuelo sin temer su vacío, su lejanía, cómo aprender a tener un padre, un abuelo… sin tenerlo.
Volvió a mirarle y entonces él sonrió, y como si no recordara que hace un momento creía hablar con una desconocida, exclamó:
- ¡¡Hija!! ¡Qué casualidad! Venía a buscar a Bruno para llevarlo a jugar un ratito al parque con el abuelo.
- A eso íbamos papá… ¿Vamos los tres? – dijo María secándose las lágrimas y tratando de sonreír con muchísima ternura a su padre.
- Si, vayamos los tres… cuánto echo de menos a tu madre éstos días…
- Lo sé papá, lo sé.



*** Este relato es ficción en cuanto a nombres, lugares, etc… pero es tan real como la vida misma. Quiero dedicárselo a todos aquellos ancianos o no tan ancianos que padecen Alzheimer, por esas miradas perdidas que tanto duelen, por esas sonrisas vacías que tanto hieren. Pero sobre todo a sus familias, porque el Alzheimer se lo diagnostican al enfermo, pero la realidad es que lo padecen todos sus seres queridos.
Y por supuesto quiero dedicárselo a ella, a mi abuela.