miércoles, 15 de agosto de 2007

Una página marcada

Hacía mucho que no leía… no se, creo que le había dado prioridad a otras cosas y se me amontonaban los libros sin abrir en la estantería. Se me estaba olvidando ese placer de sentarte en silencio en cualquier rincón, con la sola compañía que un libro y sumergirme en sus páginas, olerlas, bebérmelas… vivirlas. A veces se ha parado el mundo y ha quedado todo en absoluta oscuridad y silencio, y sólo estaba yo, yo con la historia que tenía entre mis manos. Echaba de menos ese placer.

Ayer lo retomé. Tenía varios libros en la estantería… alguno aún envuelto en su plástico esperando a ser descubierto… otros a medio leer, que debí dejar abandonados porque no era su momento. Cada libro tiene un momento y ayer pasé mis dedos sobre ellos pensando qué momento era éste y cuál el libro apropiado. Como ya pasó una vez (o quizá cientos) ayer fue el libro quien me eligió a mi y no yo a él. De nuevo Paulo…Descubrí a Coelho con “El Alquimista” y me engancharon sus mensajes ocultos. Meses más tarde (o debería decir “libros más tarde”) elegí “El Zahir”… también debió ser el momento, porque en esos días un zahir ocupaba mi mente. Pero por alguna razón no me convenció ese libro, no me llenó como otros… pudo ser porque mi zahir personal tampoco me llenó.

Mis dedos se pararon en él… estaba envuelto en su plástico, esperándome. “Ser como el río que fluye”, algo que siempre he pensado… “be water my friend” como dijo Bruce Lee… somos como el agua, la vida es como el agua, que fluye y fluye desde que nace hasta que muere en algún mar, y de nuevo el sol vuelve a evaporarla, y vuela a las nubes hasta que de nuevo cae. Sólo hay que dejarse llevar, dejar que fluya.

Comencé a leerlo. No es un libro típico… es una recopilación de pequeños relatos, pero siendo su autor el amigo Coelho, ninguno tiene desperdicio, todos tienen su “aquél”.

Tengo una mala costumbre (o quizá sea buena), y es que cuando leo algo que me llega, marco la hoja, para volver a releerlo en cualquier otro momento. No llevo ni medio libro y tengo más de diez hojas dobladas. Hoy me apetece compartir una de mis “marcas” en el libro… dudo entre dos, “La historia del lápiz” y “Mi entierro”. Ambas se identifican muchísimo con mi forma de pensar, pero la que más me toca en el momento personal es la segunda.

MI ENTIERRO (por Paulo Coelho)

El periodista del Mail on Sunday se presenta en el hotel de Londres con una simple pregunta: si yo muriera hoy, ¿cómo sería mi funeral?
La verdad es que la idea de la muerte me acompaña todos los días desde 1986, cuando hice el Camino de Santiago. Hasta aquel momento, la idea de que todo pudiese acabar un día era aterradora; pero en una de las etapas de la peregrinación, hice un ejercicio que consistía en experimentar la sensación de ser enterrado vivo. El ejercicio fue tan intenso, que me hizo perder por completo el miedo y pasar a encarar la muerte como una gran compañera de jornada, que está siempre sentada a mi lado, diciendo: “Voy a tocarte y tú no sabes cuándo; por tanto, no dejes de vivir de la forma más intensa posible”.
Por eso, nunca dejo para mañana lo que pueda vivir hoy… y en eso van incluidas las alegrías, las obligaciones para con mi trabajo, las expresiones de perdón cuando siento que he herido a alguien, contemplación del momento presente como si fuera el último. Puedo recordar muchas ocasiones en que sentí el perfume de la muerte: el lejano día de 1974, en el Aterro do Flamenco (Rio de Janerio), cuando el taxi en el que me encontraba fue detenido por otro coche y un grupo de paramilitares salió con armas en la mano, me pusieron una capucha en la cabeza y, aunque me aseguraron que nada iba a pasar, tuve la seguridad de que sería uno de los desaparecidos del régimen militar.
O cuando, en agosto de 1989, me perdí en una escalada por los Pirineos: miré los picos sin nieve y sin vegetación, me pareció que no iba a tener fuerzas para regresar y concluí que hasta el verano siguiente no descubrirían mi cuerpo. Al final, después de vagar muchas horas conseguí encontrar una senda que me llevó hasta una aldea perdida.
El periodista del Mail on Sunday insiste: pero, ¿cómo sería mi entierro? Bueno, pues, conforme al testamento ya redactado, no habrá entierro: opté por la cremación y mi mujer esparcirá mis cenizas en un lugar llamado O Cebreiro, en España, donde encontré mi espada. Mis manuscritos inéditos no se podrán publicar (me asusta el número de obras póstumas o baúles de textos que los herederos de artistas, sin el menor escrúpulo, deciden publicar para ganar algún dinero; si no lo hicieron mientras estaban vivos, ¿por qué no respetan esa intimidad?). La espada que encontré en el Camino de Santiago será lanzada al mar, con lo que regresará a su lugar de procedencia. Y mi dinero, junto con los derechos de autor que sigan recibiéndose durante los cincuenta próximos años, se destinarán íntegramente a la fundación que he creado.
“¿Y su epitafio?”, insiste el periodista. En realidad, como seré incinerado, no tendré esa famosa piedra con una inscripción, ya que las cenizas se las llevará el viento, pero, si tuviera que elegir una frase, pediría que se grabara allí lo siguiente: “Murió mientras estaba vivo”. Puede parecer un contrasentido, pero conozco a muchas personas que ya han dejado de vivir, aunque sigan trabajando, comiendo y realizando sus actividades sociales de siempre. Lo hacen todo de forma automática, sin comprender el momento mágico que cada día trae consigo, sin pararse a pensar en el milagro de la vida, sin entender que el próximo minuto puede ser su último momento en la faz de este planeta.
El periodista se despide, me siento ante el ordenador y decido ponerme a escribir. Sé que a nadie le gusta pensar sobre este asunto, pero tengo un deber con mis lectores: hacer que mediten sobre las cosas importantes de la existencia. Y tal vez sea la muerta la más importante de ellas: caminamos hacia ella, nunca sabemos cuándo nos tocará y, por tanto, tenemos el deber de mirar a nuestro alrededor, agradecer cada minuto, agradecer también que nos haga pensar en la importancia de cada actitud que adoptamos o dejamos de adoptar.
Y, a partir de ahí, dejar lo que nos mantiene como “muertos vivos” y apostarlo todo, arriesgarlo todo, por las cosas que siempre soñamos con realizar.
Ya que el Ángel de la Muerte está – queramos o no – esperándonos.