martes, 11 de noviembre de 2008

Un cuento...

Érase una vez una niña que nunca lo fue. Érase una mujer que se hizo grande, muy grande, mas ella no lo sabía. Los espejos estaban malditos y hacían que, al contemplarse en ellos, se viera chiquita. Las gentes del lugar ignoraban su grandeza, tal vez por no pararse a observar que aquella niña que nunca lo fue era enorme, como la luna en las noches que está llena

Y así vivió, sintiéndose pequeña, sin notar que sus pasos hacían temblar el firme, sin saber que su voz rugía en el viento llegando a lugares lejanos, ignorando que alguien la miraba en la lejanía.

Un buen día aquellos ojos lejanos se acercaron, y se fijaron en ella descubriendo toda su grandeza. Y aquél duende – porque eso era – sacó de su viejo zurrón un pequeño espejo y se lo dio. Y le pidió que se mirara, pero ella no vio nada. Tan grande era que su imagen no se reflejaba. Entonces el duende se apartó, lejos, muy lejos, y desde allí le mostró el espejo.

- ¿Te ves?
- Si, ahora si… chiquita, tan chiquita como siempre.
- ¡Qué dices! ¡Pero si estoy muy lejos! ¿no te das cuenta que he tenido que apartarme mucho para que toda tu imagen pudiera reflejarse en éste pequeño espejo?

Y lloró al saberse grande, grande como nunca se había sentido a pesar de haber sido así siempre. Y se sintió pequeña de nuevo por no haber sabido sentirse grande. Pero ahora lo sabía, sabía que era tan grande que ni si quiera cabía en su cuerpo.

El duende le pidió que no llorara, y con sus pequeñas manos le recogió las lágrimas, y las bebió.

- Ahora yo seré grande – le dijo él.

Le regaló el espejo, para que nunca más se sintiera pequeña, para que siempre que así fuera se mirara en él y no olvidara jamás que, con tan sólo un dedo, podía eclipsar a la mismísima luna.

Y colorín colorado, este cuento… no ha hecho más que empezar.