miércoles, 26 de diciembre de 2007

(V)


...Cartas, cientos de cartas y postales en completo desorden, todas amontonadas en la maleta, cubiertas del polvo acumulado por los años. Cogió una al azar. Estaba fechada de Noviembre del 29. Cogió otra, Enero del 32. Una más, Agosto del 36. Sorprendido por las fechas fue cogiendo una tras otra hasta que de pronto calló en la cuenta de algo en lo que no había reparado: estaban sin cerrar, todas sin enviar. Qué extraño, pensó. ¿Quién iba a escribir cartas y más cartas, durante tanto tiempo para ni si quiera enviarlas?

“Haz lo que debas con lo que encuentres en ella”, le había dicho Chano. ¿Y qué debía hacer? Sólo se le ocurría leerlas, y eso hizo. Una por una, tomándolas al azar, fue leyendo y leyendo, descubriendo a saltos la verdadera historia de Luciano, de la estampa de Cabo Peñas, de la mujer que las escribía. Aquella noche lloró como no lo había hecho jamás. Sintió angustia, ilusión, pena, alegría, desesperación, esperanza… tuvo tantas sensaciones mezcladas y encontradas como había tenido la mujer que había escrito todas esas cartas. Pobre mujer. Dedujo que estaba enamorada de Luciano y éste partió lejos por temas familiares; en alguna carta leyó que fue Argentina a donde tuvo que marchar. Así que era ella a quien pidió que esperara en Cabo Peñas, pero ¿quién era? No firmaba con ningún nombre en ninguna de las cartas, ni rastro de su identidad. ¿Y cuánto tiempo esperó? Había cartas incluso de 1969, ¡¡cuarenta años después de la dedicatoria de la foto!! ¿Había esperado tanto tiempo a Luciano? ¿No había vuelto en tantos años? Supuso que si que había vuelto, ya que Chano le había contado que los cuadros y fotos de su salón eran de él… pero cuarenta años eran muchos para esperar a un amor de juventud sentada mirando el mar como una barca varada en la arena. Si había resistido tanto tiempo debía de sentir un amor muy fuerte.

¿Pero qué estaba pensando? ¿Acaso no había perdido él la fe en el amor? Desde que Alicia le abandonó había dejado de creer en que un sentimiento tan fuerte fuera posible, ¿y ahora creía que una persona iba a aguantar casi medio siglo esperando a otra? Por otro lado todas aquellas cartas… aquella mujer había tenido la entereza de escribirlas una a una durante cuarenta años y guardarlas en una maleta sin enviarlas, sabiendo que él no las leería si no volvía. Desconcertado y agotado cogió la última carta que le quedaba por leer. Era corta y escueta, y databa del 3 de Diciembre de 1969.

“Hoy es mi cumpleaños. Cuarenta han pasado desde que marchaste y todos sin tu presencia, sin tus besos, sin tus caricias… me faltas. Me sigues faltando todos y cada uno de los días que vivo sin ti.
Anoche soñé que volvías. De nuevo vi al muchacho de dieciocho años que un día se fue con la promesa de volver por mí. No has vuelto Luciano, mas yo te espero.
Dice la gente que a mi edad no debo seguir creyendo en los sueños, ni en los cuentos. Quizá tengan razón, pero yo creo en las promesas, y te prometí esperarte, igual que tu prometiste volver. Y también creo en la esperanza, que es la única que me mantiene en pie y me acompaña cada tarde allá en el cabo cuando voy a esperarte.
No sé por qué te soñé muchacho. Yo ya no soy la jovenzuela que corría a buscarte calle abajo cuando volvías de pescar, ni tampoco soy ya la que te besó aquella noche en el cabo, frente al mar. Ahora soy una mujer, me estoy haciendo mayor… pero eso tú ya lo sabes… ¿cómo serás ahora? Debes peinar canas y tu cuerpo ya no será tan fornido como entonces. En cambio se que te reconocería… tus ojos, tu voz, tu manera de caminar…
No me canso de esperar Luciano, sigo aquí, a pie de mar. Sigo yendo cada tarde a Cabo Peñas a esperarte.”

Metió de nuevo todas las cartas en la maleta y la cerró. Al instante, le venció el sueño.

Poco después del amanecer se despertó sobresaltado. Lo sabia, lo había soñado, sabía donde estaba Luciano, ¡¡sabía quién era!! Saltó de la cama y se vistió como pudo. Corrió hacia la puerta, cruzó la calle y se aproximó a la casa de Chano y María. ¡¡Cómo no se había dado cuenta antes!! Justo cuando iba a golpear para que abrieran apareció Chano, con su media sonrisa y su cigarro.

- Buenos días Miguel, levantaste temprano. ¿Has dormido bien?
- Si, muy bien señor Chano… ¿o debería llamarle Luciano? – Chano sonrió.
- Pasa muchacho, María está preparando café.

(IV)

Se sentaron al calor del hogar charlando como dos viejos amigos entre vasos de sidra y humo de tabaco. Maria danzaba por allí, siempre trajinando en las tareas de la casa. En una de sus entradas y salidas a la salita puso sobre una silla una pequeña maleta vieja de tela desgastada y llena de polvo. Miguel les estaba contando que había pasado el día en Cabo Peñas, que le había fascinado el lugar desde el momento en que lo vio en la vieja estampa y que sentía curiosidad por saber quién había escrito aquella dedicatoria y por qué. Maria y Chano cruzaron sus miradas asintiendo y después miraron hacia la silla en la que descansaba la pequeña maleta.

- Claro que conocemos la historia de esa foto Miguel, yo he vivido en esta pequeña aldea toda la vida y he conocido a todos cuantos han pasado por aquí durante mis más de ochenta años – le dijo María con la voz notablemente emocionada.
- ¿Entonces conoció a Luciano? Me encantaría saber si él tomó la foto y quién debía esperarle allí, si le esperó... todo, me gustaría saberlo todo. No entiendo por qué, pero siento la necesidad de saberlo...
- Lo sé muchacho, lo sé. Desde que me contaste por qué viniste aquí, supe que tendría que contarte la historia de esa vieja foto – le dijo Chano – Quiero que esta noche te lleves esa maleta y la abras cuando estés solo. Haz lo que debas con lo que encuentres en ella... Mañana ven a devolverla y te contaré el resto, ¿entendido?

Miguel se quedó extrañado de tanto misterio. ¿Por qué Chano sabía que le preguntaría por la foto? ¿Qué había en la maleta? ¿Qué le contaría mañana? Su impaciencia le desbordaba, quería salir en ese instante hacia la casa y abrir esa maleta cuanto antes. Hizo intento de levantarse para despedirse por esa noche, pero María le retuvo.

- Cenas con nosotros, ¿verdad, Migueliño?
- Cómo no... – intuía que no aceptarían un no por respuesta. Además, tampoco podía negarse. Eran tan buena gente y tan amables con él que se lo debía, aunque tuviera que esperar para ver el contenido de la maleta.

Mientras cenaban, Chano le preguntó si se había fijado en los cuadros con fotos y pinturas que adornaban su salón.

- Si, son fantásticos. Sobre todo las pinturas. ¿De quién son?
- De Luciano.
- ¿¿De Luciano?? ¿El Luciano de la dedicatoria de la foto?
- Si muchacho, si – rió Chano – son todos de Luciano. Algunos los pintó muy lejos de aquí.
- Pero... son todo paisajes asturianos, ¿no es cierto?
- Si, todos. Pero los tenía en su memoria y los pintaba para no olvidarlos.
- Vaya... ¿y en dónde estaba?
- Lejos...muy lejos...
- Ve a casa, Miguel, es tarde – le dijo María mientras recogía los platos de la mesa.
- Si, es tarde... Gracias.
- De nada, Miguel... hasta mañana muchacho.
- Hasta mañana.

Miguel cogió la maleta y salió a la calle. Había bajado la niebla y el pueblo, desierto en esa época del año, parecía un lugar fantasma. Cruzó la calle, abrió el portón de la casa y casi al instante se encontró sentado en la cama con la maleta delante. Estaba nervioso, no sabía qué era lo que iba a encontrar. Desajustó las correas que la cerraban despacio y tomándose su tiempo, poco a poco, fue abriéndola...